Cuando nací, el mundo ya había sido creado, así que les ahorraré tiempo y les diré que no todos los males que lo pueblan provienen de mi. Bueno, sólo digo que no todos. Dicen mis padres que al nacer casi no la cuento, que de no haber sido por la cesárea hubiera terminado siendo ahorcado por mi propia madre... ok, por mi cordón umbilical -me corrigen-, que al fin y al cabo es para mí como una prolongación de sus extremidades y afectos infinitos. Creo que eso explicaría en parte porqué no me gustan ni las bufandas, ni el mantener un vínculo demasiado estrecho con ella: ambas pueden resultar asfixiantes. Y sí, es verdad; si examinan mi pasado amoroso verán que tengo una marcada tendencia a enamorarme de las primas de mis amigas, aunque existan notables disonancias que hayan contribuido a desmitificar esa regla. Y no, no suelo hablar en rima, ni le temo a los lugares plagados de gente, ni a las paredes que pueden escuchar las cosas que no siempre llego a decir. Es sólo que la vida en ocasiones te golpea, las cosas se complican, el tiempo no se sucede, y entonces los labios no ceden, no porque no quieran sino porque no deben y se rehusan a pronunciar las palabras que quisieras proferir. Y cuando eso se da, te sucede como al escritor que se enfrenta al terror de la página en blanco: o el silencio te mata o tú llenas ese vacío... en ocasiones, con palabras que no siempre quieres decir y que las sueltas como vienen: sin lavar, ni vestir… como las hallaste en el camino, sin preguntarte de donde venían, ni adonde querían ir. Y sigues ese sendero esperando que éstas te lleven donde quieres estar, y aguzas el oido al escuchar, el murmullo del riachuelo que emana del mismo corazón del bosque, que guarda a la niña cuyos ojos atraparon un retazo de sol en su mirada... y sin querer pierdes el rumbo, y buscas el camino de regreso intentando, tontamente, una melodía que encierre en parte las palabras que quisieras escuchar (antes de que el silencio lo engulla todo)… tu sonrisa en cuarto creciente.
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