Cuando cae la tarde y las sombras se hacen más largas, Tomas se desenreda, se estira y se derrama sobre el suelo, abre lentamente sus ojitos azabaches, vivísimos, y observa atentamente cuanto le rodea. Eso sí, siempre que el silencio se lo permita, porque para cobarde a Tomás no hay quien le gane. Que si la luz está muy fuerte, que si la tierra tiembla, que si el caño gotea, que si algo huele extraño: cualquier tipo de ruido, olor o actividad sospechosa es motivo suficiente para que Tomasito no quiera salir y no hay quien lo haga cambiar de opinión, al menos por las buenas. Pero si nada lo espanta, lo primero que hace al levantarse es correr al bebedero para asearse. Allí se limpia los dientes, hace gargaras, escupe, se huele las axilas, el pubis, se peina las puas, ¿todo ok?, perfecto, y sale; un animalito muy pulcro este Tomás. Pero si siente que algo anda mal con su imagen, pues se devuelve a su bolsita y resuelve no salir hasta que todos se hayan ido, o hasta que él sienta que todos lo han olvidado y nadie más lo observa.
Tomas sabe que la noche no tiene nada que envidiarle al día. Sabe que el canto de las aves no es más canto que el de las cigarras que hacen danzar a la luna y sus estrellas; estrellas que para Tomás son como erizos en el firmamento, ángeles hechos a su imagen y semejanza que salen a dar vueltas alrededor de la luna, aprovechando la huida del sol. Tomás cree en la vida eterna. Nunca me lo ha dicho, pero lo deja entrever. Para él, el firmamento está plagado de erizos celestiales que lo cuidan de los peligros del mundo exterior. Lo noto cada vez que lo saco de su vidriera y lo deposito en el suelo. Ahí se queda inmovil, mirando a todos lados de reojo con sus globitos saltones. Prisionero del terror, se acuerda de la noche y mira al cielo consternado buscando sus estrellas, pero éstas no estan. Entonces recuerda que aún cuando no logre verlas ellas están siempre allí, mirándolo todo desde arriba, su actitud cambia, se encomienda al cuidado de sus ángeles protectores y sale a explorar. A veces lo saco a pasear al parque y lo dejo caminar sobre su cesped crecido, a veces también me escondo y Tomás me pierde de vista, se desespera y se imagina perdido en el corazon de un bosque olvidado, donde el tiempo dejó de pasar hace mucho y el silencio que añora no es más que un recuerdo vago. Entonces se envalentona, se santigua y se adentra en las entrañas de aquel monstruo verde. Algunas aves que sobrevuelan el lugar bajan a conocer al extraño visitante, siempre conservando prudente distancia atemorizados, sin dudarlo, de su armadura. Tomás les dice que no teman, que se acerquen, que sólo quiere ser su amigo, y les cuenta de su casa, de su bolsita, de sus estrellas y sus cigarras, de su bebedero y su ruedita. Luego les pregunta sobre ellos, sobre cómo es la vida afuera, y son las palomas más viejas quienes suelen contarle las historias más deslumbrantes que un erizo urbano podría escuchar. Así, mientras las palomas le narran sus historias y el sol acaricia su rostro, Tomas estira su barbilla sobre el cesped y deja volar su imaginación con ellas, siempre guardando preguntas para el final de los relatos, algunas de las cuales las palomas no saben responder, pero igual prometen traerle una respuesta para una próxima ocasión. Cuando el sol enrojece y llega la hora de partir, las palomas empiezan a despedirse, levantan vuelo y Tomás las ve alejarse desde su posición, batiendo la patita en señal de despedida. Cuando sus amigas no son más que un puntito en el horizonte, Tomás cierra los ojos y se imagina volando con ellas hasta la orilla más alejada de la mar, donde descansan las mismas viejas caracolas que desde siempre suelen contarles al oido a los viajeros que quieran oir, y sepan escuchar, las historias y leyendas de ultramar.
Abre los ojos, el vuelo le ha despertado el apetito, comienza a hurgar por comida bajo la suave hierba, encuentra un gusano, lo mira, lo huele, lo azuza, lo intimida, lo interroga con los ojos, ¿y tú a qué sabes? pareciera preguntarle, le da vueltas de un lado a otro con su patita, ¡No jueges con la comida! -le grita un pajarillo-, Tomás se averguenza, se sonroja, se arrocha, se encoge de hombros y pide disculpas al señor gusano, este las acepta, sonrie complacido y ¡plum! se lo traga de golpe, ahora sí, sin remordimientos. Da media vuelta y busca el camino de regreso a su hogar, sin prisas, sin temores, después de todo, la noche siempre encuentra su camino, y en este, Tomás siempre haya su lugar, ¿no mi querido scotchbrite?.