07 abril 2007

La chilenita

Otra vez llego tarde al restaurante, todos los sitios están ocupados; ni modo, tendré que esperar pacientemente a que se desocupe una mesa para almorzar. Cinco minutos de pie a la entrada y me convierto literalmente en un sandwich ejecutivo, sólo que en lugar de rebanadas de pan, me veo atrapado entre el sol que ataladra mi cabeza y el bochorno del mediodia que empieza a trepar por mis zapatos, envolviéndome cual jamón a enrrollado. Maldición, ninguna mesa parece acabar.

Un par de chicas y un muchacho llegan y se paran a mi lado, buscan un sitio, como yo. Me espera una tarde pesada y lo único que quiero es almorzar de inmediato para regresar a la oficina cuanto antes.

Una pareja se levanta, los veo salir y espero a que la tía que atiende el local limpie la mesa para poderme sentar. Me confío, las chicas del costado aprovechan mi descuido, se hacen las tercias y se sientan a la prepo en el que sería mi lugar... aquel que estuve esperando por más de diez minutos bajo el ignívomo sol que azota miraflores cada verano a la una cruzando la pista; casi como canta el vals. No estoy de ánimos para discutir con ese par de brujas, sostengo un instante la mirada de la tía que ha sido testigo de la maniobra y espero solucione, como debe, aquella transgresión: que se acerque a la mesa donde se han sentado ese par de pendejas con su amigo y los mande a volar. Puedo ver a la tía haciendo un rápido cálculo mental: tres pagan más que uno, problema resuelto... la casa gana. La tía finge buscar algo en sus bolsillos, baja la mirada, da mediavuelta y desaparece en la cocina. Debí verlo venir... vieja de mierda, conchesumadre, siete años almorzando en este lugar y así me paga; ya fuiste -pienso.

Tomo mi celular y veo la hora, llevo quince minutos bajo el sol, me siento perturbado, la corbata me asfixia y lo único que deseo es salir corriendo de ahí: ahora sí se van todos al carajo.

Decido llevarme mis flujos futuros a otro lugar, a cualquier otro lugar, y me hago la promesa de no volver a pisar ese nido de sonrisas hipócritas nunca jamás... aunque en ningún otro sitio de por ahí cocinen tan bien; putamadre, me odio por esa promesa.

Recuerdo que en un principio empecé a ir donde la tía no tanto por su comida como por las chicas que atendían el lugar, dos flaquitas hijas de la dueña que estaban fuertes y contagiaban su alegría entre los comensales. Recuerdo esos veranos con nostalgia, todos los caseritos llegábamos puntuales y si nos atendía Carolita, pues teníamos dos buenos motivos para sonreir: el izquierdo y el derecho. Y si nos atendía Teresa, el clima era el mismo pero más fresa. En fin, como los perros de Pavlov, fuimos condicionados a reaccionar, fundamentalmente, a esos dos grandes estímulos. Fue así que después de un adiestramiento de dos años pasamos de babear por las hermanas Goyzueta a babear por la comida; y cuando las hermanas dejaron de ayudar a mamá en el negocio, pues nadie podía ya distinguir si continuábamos almorzando allí por la comida o por el fantasma de las hermanas que aún rondaba el comedor.

Regreso a mi incomoda situación. Abandono el lugar y bajo dos cuadras por Petit Thouars rumbo a Aramburú en busca de nuevos sabores y fantasmas. No veo nada bueno. Cruzo a la acera de enfrente, hay un nuevo local. Una señora vestida de cheff me invita a pasar: Arriba hay sitio -me dice-. Imagino que debe hacer un calor de los demonios allá arriba, después de todo, el aire caliente sube y desplaza al aire frio tierra abajo... o algo así... -me reprocho por pensar tantas tonterías-. Decido quedarme abajo, total, hay bastantes sitios y prefiero ver quienes pasan por ahi. Quien sabe, quizás reconozca algún rostro familiar, quizás un alma gemela que venga por mi camino o quizás a otro comensal que, como yo, esté huyendo del
espíritu mercantilista de la tía.

El salón se ilumina de súbito, reconozco una roja cabellera pasando tras de mi y subiendo las escaleras. Saluda a la dueña con familiaridad, revisa la carta y ordena. El espejo me devuelve una sonrisa burlona, la búsqueda terminó.