07 diciembre 2007

Lucilla

Hay momentos en que el mundo nos revela una manera distinta de ver las cosas, instantes únicos en que la realidad se nos muestra desnuda, libre de paradigmas y prejuicios, de rutina y cotidianidad.

Sentada en su pupitre al frente del salón, Lucilla cuenta en silencio los minutos que restan para el inicio de su clase. Juega con su cabello repitiendo un ritual que aprendió de niña, lo toma entre sus dedos, lo levanta hasta la altura de sus ojos y lo deja caer en cascada mientras recita un verso incomprensible; como le enseñó su abuela para diluir el tiempo y acortar las esperas.

Un ruido la retrae de sus pensamientos, Lucilla clava la mirada en el extremo opuesto del salón en busca de su origen. Sigue enfrascada en recuerdos de su infancia y, sin notarlo, se halla de pronto buscando formas familiares entre las manchas de pintura húmeda que dibujan las paredes del aula: el muro le sonríe, y ella, agradecida, le devuelve unos dientes níveos envueltos en una sonrisa perfecta. El recuerdo de esos días la llena de alegria, se siente relajada y animada, con ganas de disfrutar del momento, de lo simple, de lo obvio, del tipo de cosas que estando ahí, en nuestras narices, no siempre logramos percibir ni comprender.

Suena el timbre, termina el descanso y los alumnos regresan al aula. Lucilla retoma la clase, nadie parece notar su buen humor. Habla y sus palabras rezuman el halo de los alhelíes que crecen salvajes en el mediterráneo, su aroma inunda la sala y a todos los que estamos en ella. Lucilla circula una hoja de asistencia, veo su firma y se me antoja un garabato complicadísimo; si éste revela su personalidad, entonces es Lucilla una función exponencial compleja atrapada en una ecuación de orden superior indescifrable.

Lucilla sonríe, borra la pizarra y dibuja personitas sobre ésta: un pequeño círculo por cabeza seguido de cinco palitos -
zoc, zoc, zoc, listo!-. Sus movimientos reflejan gracia y armonía: antebrazo sobre el pizarrón, labios entreabiertos y una lengua juguetona que descuella en punta a través de su coqueta mordida, como guiando cada pincelada. Lucilla intenta aterrizar sus teorías sustantivas en esquemas y gráficos retóricos. El aire acondicionado se enciende, Lucilla sigue moviendo los labios mas no alcanzo a oir nada de lo que dice, el murmullo del ventilador apaga su voz. Sigue pintando ángeles en la pizarra y yo me apuro a imitarla en mi cuaderno.

No sé de que rayos está hablando, pero tampoco me importa demasiado. Me interesa aprender más de su sonrisa, de su mirada y de sus gestos. Alguien bosteza, levanto la vista, Lucilla sigue hablando sola. Todos parecen escucharla aunque nadie logra oirla en realidad. El aire frío empieza a disipar el aroma de alhelíes que hasta hace unos instantes cubría la habitación.

La contemplo con detenimiento, el frío reduce sus fuerzas restándole espontaneidad a su discurso. Trastabilla. Un ser diminuto nota su vacilación y la interrumpe con sarcasmo -lo odio al instante-. Ella sonríe y con algún esfuerzo vuelve a tomar las riendas de la clase. Me apuro en apagar el aire acondicionado que pareciera destilar kriptonita para Lucilla. Todos volvemos a oirla, gana confianza y un olor a jazmines intenta alojarse en la estancia.

Lucilla luce de nuevo espontánea e inteligente, vuelve a ser ella misma y su discurso se torna más ameno. Hace bromas y todos reímos. Ella también rie y sin notarlo empieza a jugar con su zapato. Lleva puestos unos tacones altísimos que no había notado antes, como si éstos hubieran crecido desde las baldosas. No está acostumbrada a calzar zapatos tan altos, se le nota, pero sabe que éstos le sientan bien a su trabajo. Da un traspie y con una habilidad felina recupera el equilibrio adoptando una posición de
encantada que revela su abdomen un instante.

Reconozco el lunar que adorna sus caderas, aquel que la acompaña desde la primera vez que la pinté en una tarde de octubre... miro al vacío tratando de recordar ese momento... La profesora me llama la atención, dice que atienda su clase y deje de pensar en las musarañas; todos ríen.
OK, le digo, fingiendo interés por sus palabras como si su clase me importara. La verdad es que me importa un comino. Vuelvo a lo mío, continuo dibujando formas caprichosas sobre su cuerpo y el cielo de la tarde gris. Lucilla sonríe, yo la sigo.