19 enero 2008

La estampita

Subió al taxi, se puso el cinturón de seguridad y le indicó la ruta más corta al conductor. Iba tarde para la oficina, pero tenía la esperanza de que el taxista obrara un milagro y lo dejase a tiempo para su reunión. Dió un vistazo alrededor y se topó con la mirada rígida de un San Martín de Porres atrapado en una estampita, dentro de una botita sobre el tablero del conductor. El rostro de San Martincito llamó mucho su atención, por un instante juraría que éste lo había estado mirando, pero ahora que lo observaba con detenimiento, veía que el santito tenía la vista fija en el techo raído del auto, la aureola triste y un gesto como de resignación. Las imágenes de los santos siempre le habían parecido tristes, pero por alguna razón esta imagen parecía contagiarlo de cierta desilusión y desencanto. Después de todo, ser una estampita no debía de ser muy divertido.

Trató de pensar en otras cosas para levantar el ánimo, como en la alegre botita que guardaba al santo de los peligros del mundo exterior. De seguro era la bota del hijo del conductor y su esposa debió ponerla ahi para que San Martincito le tenga a padre e hijo presentes y los cuide de los peligros que acechan las calles, sobretodo a su esposo que vive más expuesto a robos y atracos que el resto de choferes de la ciudad. ¡Plum, plum! -otro hueco-. El taxi avanzaba rápidamente, consultó su reloj y tomó el hecho con optimismo, tenía una oportunidad entre cinco de llegar a tiempo a su oficina y a ese ritmo podía lograrlo. El optimismo no le duró demasiado: dos luces rojas, un peatón casi arrollado y cinco mentadas de madre llegadas de afuera lo hicieron cambiar de opinión. Recogido en su asiento, miró al chofer de reojo con la intención de pedirle que disminuyera la velocidad, pero no tuvo valor para ello. Entonces pensó en la estampita, volvió la mirada a San Martincito y pensó que quizás este no estaba allí para proteger al maldito que andaba al volante, sino a pasajeros como él, que tuvieron la desdicha de abordar ese taxi. Se volvió a ver al taxista y éste ni caso, seguía con la vista enfrente esquivando autos, luces y peatones; entonces, cuando pensaba que nada podía ser peor sintió la turbulencia, fue como si el chofer le apuntará a todos los huecos, ojos de gato y rompemuelles que habitan las pistas de Lima al unísono.

Volvió a mirar la estampita con preocupación, vió el rostro de San Martín y se sintió identificado con su expresión, pensó entonces que de seguro San Martín no estaba allí para cuidar al piloto, ni siquiera para cuidar a los pasajeros, sino que se hallaba retenido contra su voluntad en ese estúpido zapato y con la vista clavada en el techo, rezaba al todo poderoso por conservar su integridad; después de todo, las estampitas son más frágiles que los humanos y, probablemente, más sensibles si consideramos que están recluidas en un universo de dos dimensiones, suelen vivir al borde de la asfixia o en las tinieblas cuando las usan como marcadores de lectura, o en un estado de vértigo y estrés permanente cuando son colocadas como guardianes de piedra en pequeños botines sudorosos y de higiene dudosa.

Pasó por un hospital y leyó a la volada un letrero que decía: no usar la bocina. Era predecible, fue como si una vaca voladora pasara por sobre su cabeza y dejara caer una plasta enorme sobre el claxon... el taxista no pudo resistirse, se pegó al caramelo y se despacho a sus anchas... el escándalo fue tal que ninguno de los dos oyó las advertencias ni advirtió la señal de Alto, nadie vió al camión virar sobre su izquierda... todo fue muy rápido...

Cuando despertó, lo primero que vió fue la cara del taxista, miró al cielo y se topó con la mirada de San Martincito. Aún atontado por el golpe, trato de incorporarse... sentía que estaba de pie, pero no lograba despegar sus manos del suelo. Miró a su alrededor, un gato y un ratón lo cercaban. El ratoncillo lo miraba con ojos asustados mientras que el gato parecía de piedra. Bajó la mirada y descubrió con pavor que se hallaba en cuatro patas, inclinó su cabeza sobre el plato que tenían a sus pies, no vió el rostro de un perro reflejado en éste, sino el suyo propio sobre el agua. A su costado, el rostro del niño que lo acompañaba. Volvió a ver al conductor quien ahora sonreía, la puerta del auto se cerró y una pasajera se sentó a su costado. El auto se remeció mientras ella se acomodaba en el asiento, no llegó a ver el rostro de la mujer, pero supo que pronto la tendría a su lado.

1 comentario:

el_azeta dijo...

Ah xuxa! Misma dimensión desconocida tío!